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18 de julio del 2001 19h-22h
Desde Antakya, sur de Turquía,
muy cerca de Siria.
Hace unos cinco días llegué a Estambul, con
un calor de los nueve infiernos. Una masa inquietante de visitantes
se mecía de un pasillo al otro. Mucho europeo. El Atatürk
aeroport de Estambul es grande y moderno. Pero a pesar del
lujo la administración se toma las cosas con relajo.
Dando vueltas y vueltas no hallé las indicaciones turísticas.
Hasta topar con gente de Turquish Airlines que por suerte
hablaba inglés. Tres chicas coquetas, morenas y pituquitas.
También un turco rapado y pálido que chapurreaba
algo de francés. Me llevaron en un bus de la compañía
hasta la ciudad. Tomamos un ferry para cruzar el canal del
Bósforo, es decir de la parte europea a los barrios
asiáticos. Entrar por mar en el centro de Estambul
es alucinante. Un sinfín de mesquitas, torres y cúpulas
coloreadas. En especial el castillo de Topkapi, donde los
sultanes reinaban sobre todo el Medio Oriente.
En el ferry me fui habla que habla con las azafatas. Me contaban
sus sueños de irse a Europa, a París. La chica
más pomposa, una morena de grandes labios y ojos esféricos,
acaparó mi atención. Al final me dejó
su número por si volvía a pasar a Estambul.
Quién sabe.
Recuerdo el consejo que me dio cuando nos saltaban encima
vendedores ambulantes y niños ofreciendo panecillos
: "Ten cuidado con la gente en la calle, no les creas
nada." Yo venía recién bajando del avión
así que no tuve más opción que seguir
su consejo. Es decir, no le creí nada a ella para seguir
abierto. Además buscaba y busco aún sentirme
en el Medio Oriente y dejar que las cosas ocurran.
Me dejé chocar por la multitud de mercaderes de bazar,
el velo de las mujeres y al mismo tiempo por los escotes de
las chicas jóvenes paseándose en los bulevares.
De todas formas Estambul es enorme y había mucho que
ver.
Fui directo a la vieja estación de trenes, que manda
sus máquinarias a través de toda Anatolia. Yo
esperaba llamar la atención por mi aspecto occidental.
Pero nada, la gente pasaba rápido y atareada. Cualquier
persona que haya ido al sector turístico de Estambul,
el Sultanahmet, estallará de risa leyendo lo que cuento.
Porque yo no me imaginaba que Estambul tenía otra cara,
increíblemente turística y parafernálica
cruzando el Bósforo.
Llegué
a la vieja estación, junto al mar. Vi que un tren partía
pronto hacia pleno corazón anatoliano, a la ciudad
de Konya, viajando toda la noche. Hice hora comiendo un kebab,
el sadwich turco con carne de cordero. Hablé a señas
con un vendedor y claro, era yo quien miraba sorprendido a
los transeúntes.
Pasé la noche cálida en el tren. Al subirme,
muy perdido, todas las personas empezaron a leer mi tíquet
para ayudarme. Subí al penúltimo vagón,
uno delabrado y con la puerta rota. Su pintura celeste se
descascaraba como cebolla añeja. Terminé en
un pasillo con ventana, viajando parado y hablando con un
turco viejo que conocía algo de inglés y alemán.
El tren atravesaba los suburbios de Estambul, bordeando el
mar. De repente veíamos gente que se bañaba
entre espumas y rocas. Luego aparecían industrias de
humos negros y también vacas vagando perdidas. En los
edificios las escenas familiares eran como en América
Latina, con una sola diferencia : las mujeres con velo. Supongo
que reparo demasiado en el famoso velo. Y para colmo me fui
a meter a una de las ciudades más conservadoras y religiosas
del país, Konya. Pero antes terminaré el relato
del viaje en tren.
Terminé en un pasillo con ventana y a un lado de los
compartimientos. Yo, sea dicho, no dormí nada la última
noche. El turco con quien iba hablando, Nazîm, era ingeniero
jubilado. En Chile un ingeniero no hubiese tomado un tren
tan añejo como éste, pero preferí no
decírselo. Durante el trayecto me explicaba que las
cosas iban mal, que la economía se caía a pedazos
y el dólar estaba horriblemente devaluado. Es decir
me contó lo que leemos diariamente en los periódicos
sobre Turquía.
Aproveché también para preguntarle por las reformas
autoritarias y europeisantes de Atatürk, el fundador
de la Républica turca en los años veinte. Atatürk
es sagrado y cualquier crítica es mejor guardársela.
Y es lo que hacía Nazîm.
Entre tanto la gente del tren al pasar aprovechaba para comunicar
un poco. Muy curiosos, barbudos y bulliciosos, aunque pocos
angloparlantes. Tuve que empezar a desarrollar mi propio lenguaje
de los signos. Dibujé Chile en el aire, pero les costaba
creer que un viajero occidental viniese de un país
pobre. Me hablaban de Norteamérica. De la money que
corre como estelas de oro por el Misisipi. Yo les respondía
con argumentos filudos sobre desiertos, pumas famélicos,
un Santiago brumoso y tóxico. Metralletas al amanecer
y glaciares. Pero no les interesaba. No sabían dónde
queda, ni dónde hallar sus leyendas nevadas. No importa.
Al final, de tanto parlotear, tuve derecho a compartir la
merienda. Y unos tragos de alcol fuerte. Justo al lado había
una familia. Enterita, del abuelo bigotudo a la guagua llorona.
Traté de comunicar con la hija mayor, veintiañera,
pero no logré sacarle una sola palabra que no fuera
en turco. Como a las once de la noche el viejo ingeniero,
Nazîm, se bajó. Al partir el tren lo vi que se
despedía varias veces desde el andén. Pero justo
antes le pidió al encargado de los vagones que me acomodara
donde dormir.
El tipo me tomó del brazo, me llevó rápidamente
hasta el último vagón, y sin ver mucho ni entender
nada terminé en el compartimiento de los choferes.
Una sombra durmiente al frente se movía de vez en cuando.
Supongo que logré dormir un par de horas antes de que
prendieran la luz. Un barbudo de modales bruscos nos sarandeó
para despertarnos y luego nos echó. Me hizo hartas
preguntas que obviamente no pude responder porque no le entendía
ni jota.
Volví a donde la familia que estaba en mi mismo vagón.
Me hicieron un hueco. Dormí lo que pude, entre ronquidos
y agugús llorones.
Y mientras soñaba con una cama de plumas de ganso,
me deseaba a mí mismo muy buen viaje.
Fotos: Jean-Marc Binois
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