De vuelta donde los Cangrejos
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Sábado 28 de Junio, 2025.

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    El diálogo
    (El bar de los acróbatas de Rosamel del Valle viene más abajo)

    Filisteo está postrado en el hospital porque sufrió un accidente aéreo. Su avioneta se vino al suelo de un cerro verde. Filisteo no logra recordar nada, perdió completamente la memoria y sólo ha podido dedicarse a reconocer un nuevo mundo, y a hojear un libro que encontró entre sus manos al abrir los ojos: "El sol es un pájaro cautivo en el Reloj", de Rosamel del Valle.
    El camillero Lunaretti ha traído el desayuno y Filisteo, en un estado de completo mal humor, le dijo que dejara de silbar al atenderlo. El camillero, a quien no se le habla gratuitamente de mal tono, continuó. Entonces Filisteo, en un arranque de enojo le ha arrojado el libro de Rosamel del Valle -que le pareció muy aburrido- y le dijo que se fuera a leerlo y lo dejara tranquilo.
    El camillero ha vuelto al día siguiente muy feliz de la vida con el libro entre sus manos.

    Lunaretti: Buenos días don Filisteo. Quería decirle que el libro que me prestó me dejó loco. Es un amor muy raro este el de don Rosamel, se parece al mío con el de la Juanita. Porque a mí me gusta mirarla cuando limpia los vidrios del hospital.
    Filisteo: De qué me habla, camillero.
    Lunaretti: Del cuento El bar de los acróbatas. De lo otro no entendí nada, o más bien, me pareció más fome que la cresta.
    Filisteo: Según lo que entendí yo, camillero, el cara de loco ese (vea la cara de Rosamel del valle haciendo click aquí) no prefería el amor público de la mujer acróbata, no la prefería a ella en acción, sino que distribuyendo silencio a manos llenas en uno de los rincones del bar. Me pregunto en qué el amor que pueda sentir usted por la mujer que limpia los vidrios se parece a la aventura de este hombre. Qué clase de atracción llamará usted amor.
    Lunaretti: No sea mala onda viejo. Le digo que me gustó la manera de hablar sobre la mujer. Aunque la prefiera yo a la Juanita en lo público, como dice usted, o sea tocarla. Y aunque nunca lo haya hecho porque estoy en una primera etapa.
    Filisteo: Camillero, mire. El narrador se siente en un estado algo alejado de la sociedad. Prefiere vivir para sí el hecho de que ella no hable. Ella le entrega, sólo porque él la sigue. En el fondo tienen una relación.
    Lunaretti: Por eso mismo, entre yo y la Juanita, todo pasando.
    Filisteo: Pero qué quiere decir. Me pregunto qué mira usted debajo de los andamios. En todo caso el que usted y ella se enamoren depende de los dos. Yo creo que no debiera volverse loco y acercarse un día a la limpiadora de vidrios. Es un amor algo amargo, el del texto.
    Lunaretti. Puede ser. Puede que le lea un día un poema. Y le diga que la quiero como el viejo loco. Seguro que no cacha na pero igual me la engrupo.
    Filisteo: Por favor no sea ridículo. ¿Oiga, y puedo saber quién fue el que dejó ese libro acá? No es mío. En todo caso es una mierda de libro; se lo regalo.
    Lunaretti: ¿En serio?, gracias. Lo dejó una señora harto linda que lo único que hacía era llorar en su cama. Estuvo un día y una noche sin dormir y como Ud no se despertaba se fue. Su nombre era Graciela. Me miró cuando puso el libro entre sus manos y me dijo "Filisteo es un amante de la literatura, no dude en llamarme cuando despierte. Dejaré este libro de Rosamel, para que tenga algo que hacer antes de que vuelva a buscarlo". Por eso yo pensé que usted se iba a acordar, pero ni siquiera.
    Filisteo: Tiene buena memoria camillero, usted que cita a esa mujer palabra por palabra. Yo no sé de quien me habla...
    Lunaretti: Así que la llamé, y ahora viene en camino. Gracias por el libro, es el regalo más volado que me han hecho, o no? Es cosa de ver el título.



    Texto de Rosamel del Valle:

    El bar de los acróbatas


    Por ese tiempo tenía yo de visita a una visión identificable y comunicable. Más aún, no puedo comprender el poco o el vago interés con que me dejaba encantar por ella ni explicarme a la vez la especie de familiaridad con que me permitía aceptar sus seducciones, el misterio natural de su existencia, el golpe insólito que en otros días hubiera sido para mí como la inconfundible aparición de un ángel. Quizás la única explicación posible de esa displicencia, de esa audacia o de esa irresponsabilidad sea la idea de que en tal tiempo nada me era sobrenatural, extraordinario, de otro mundo, y nada más porque lo visible y lo invisible se habían apoderado de mí de tal modo que me parecía lo más natural de la existencia oír voces, recibir visitas ni conocidas ni invitadas o conversar con personas-objetos, a veces más objetos que personas, y como si la vida se hubiese transformado de pronto en lo que debía ser o en lo que es verdaderamente. Es decir, una vez más la inocencia, la pura inocencia de la cual todos tratan de desprenderse y que para muchos no es sino la noche o la muerte. Mas todo parece ser identificado o resuelto, al fin. Así, por entonces mi ser total parecía poseído por una idea fija: la de que todo nacía, surgía y venía del hechizo cierto que ejercía su imperio sobre mí y que no era sino el aire hipnótico del Bar de los Acróbatas. Había ahí un demonio alado parecido a una mujer y cuyas alas le salían de la boca para reinventar el mundo desde el trapecio. Oh, ese acto superior y de tan alta jerarquía como el de una visión en visita permanente. Pero, para ser sincero y para no alterar el orden o el desorden de mis contradicciones de entonces, no era reinando en su mundo aéreo donde yo la veía en su verdadera majestad sino distribuyendo silencio a manos llenas junto a sus amigos en uno de los rincones del bar. Esa idea se me impuso a cualquier otra debido sin duda a esa inseguridad cierta en que yo la veía en el aire de su propia vida y tan diferente a la seguridad y al dominio de sus nervios y su espíritu de que parecía hacer alarde en el trapecio. Su cuerpo mismo, dispensador de grandes fantasías para la mente pronta a dejarse atrapar de la multitud, era para mí más flexible y luminoso en aquel cielo sin colores del bar. Ahora en cuanto a su belleza nunca me pareció estar en mayor contradicción con los espectadores del circo que cuando se le veía nadar en el aire y tanto porque ella no hacía nada por retribuir ni en mínima parte la pasión anhelante y desbordada de quienes la contemplaban pasar de un mundo a otro entre las argollas del trapecio, como porque yo estaba absolutamente seguro de que ese acto era para ella como asomarse a la ventana a mirar pasar los pájaros mientras su cuerpo permanecía de hierro al recibir las flechas no poco envenenadas de deseo de los espectadores. Nada de eso sucedía en su cielo privado. Ahí su cuerpo era para mí un oleaje soberbio y su inseguridad ante la vida una playa a la que ella no quería llegar porque ahí el mundo perdía por completo su razón de ser y ella misma no sería ya sino el resto flotante de un naufragio. ¿Ideas? Quizás. Lo cierto es que yo iba a verla al circo, a su vida pública, y la seguía luego al bar, a su muerte privada. Precisamente era su disolución mágica, su muerte sonriente, lo que empecé a amar en ella con una fuerza irresistible. No contaba ya las horas ni las noches para regocijarme en ese amor, para otros sin color ni calor, pero para mí más placentero que cualquier otro amor y tan dentro del orden de mis visiones aunque la única realidad que ella se dignaba obsequiarme era la flor de su silencio, una flor marchita que un garzón invisible ponía indefectiblemente sobre la mesa poco después que ella se marchaba a su tercer mundo. Con ese don yo recuperaba mi vida por completo y recibía la fuerza necesaria para volver a ser, a la noche siguiente, el admirador desapasionado y, como ella, seguro de mis habilidades del todo diferentes a las suyas, pero de cuya constancia y progreso me parecía depender el equilibrio y la seguridad de su pensamiento. Cuando aquello terminó, si es que algo termina alguna vez, sentí que ella no sólo me había hecho traspaso de su habilidad y su silencio sino a la vez del oleaje de su mar vestido de león, de su playa petrificada y hasta de su destino total. Como nunca supe su nombre, la estuve recordando por largo tiempo con el que suelo llamar a personas o cosas que atravesaron para siempre el reino al cual no hago más que encaminarme pero al que nunca llego a pesar del deseo y la avaricia con que lo persigo a través de todos los resplandores terrestres.

     

     

    Daniel Pacheco, Juan Pablo Pizarro, ArCaNe (Coder) - © 2002.
    - Gracias Ney -
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