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El
diálogo
(El bar de los acróbatas de Rosamel
del Valle viene más abajo)
Filisteo está postrado en el hospital porque sufrió
un accidente aéreo. Su avioneta se vino al suelo de
un cerro verde. Filisteo no logra recordar nada, perdió
completamente la memoria y sólo ha podido dedicarse
a reconocer un nuevo mundo, y a hojear un libro que encontró
entre sus manos al abrir los ojos: "El sol es un pájaro
cautivo en el Reloj", de Rosamel del Valle.
El camillero Lunaretti ha traído el desayuno y Filisteo,
en un estado de completo mal humor, le dijo que dejara de
silbar al atenderlo. El camillero, a quien no se le habla
gratuitamente de mal tono, continuó. Entonces Filisteo,
en un arranque de enojo le ha arrojado el libro de Rosamel
del Valle -que le pareció muy aburrido- y le dijo que
se fuera a leerlo y lo dejara tranquilo.
El camillero ha vuelto al día siguiente muy feliz de
la vida con el libro entre sus manos.
Lunaretti: Buenos días don Filisteo. Quería
decirle que el libro que me prestó me dejó loco.
Es un amor muy raro este el de don Rosamel, se parece al mío
con el de la Juanita. Porque a mí me gusta mirarla
cuando limpia los vidrios del hospital.
Filisteo: De qué me habla, camillero.
Lunaretti: Del cuento El bar de los acróbatas. De lo
otro no entendí nada, o más bien, me pareció
más fome que la cresta.
Filisteo: Según lo que entendí yo, camillero,
el cara de loco ese (vea la cara de Rosamel del valle haciendo
click aquí) no prefería el amor público
de la mujer acróbata, no la prefería a ella
en acción, sino que distribuyendo silencio a manos
llenas en uno de los rincones del bar. Me pregunto en qué
el amor que pueda sentir usted por la mujer que limpia los
vidrios se parece a la aventura de este hombre. Qué
clase de atracción llamará usted amor.
Lunaretti: No sea mala onda viejo. Le digo que me gustó
la manera de hablar sobre la mujer. Aunque la prefiera yo
a la Juanita en lo público, como dice usted, o sea
tocarla. Y aunque nunca lo haya hecho porque estoy en una
primera etapa.
Filisteo: Camillero, mire. El narrador se siente en un estado
algo alejado de la sociedad. Prefiere vivir para sí
el hecho de que ella no hable. Ella le entrega, sólo
porque él la sigue. En el fondo tienen una relación.
Lunaretti: Por eso mismo, entre yo y la Juanita, todo pasando.
Filisteo: Pero qué quiere decir. Me pregunto qué
mira usted debajo de los andamios. En todo caso el que usted
y ella se enamoren depende de los dos. Yo creo que no debiera
volverse loco y acercarse un día a la limpiadora de
vidrios. Es un amor algo amargo, el del texto.
Lunaretti. Puede ser. Puede que le lea un día un poema.
Y le diga que la quiero como el viejo loco. Seguro que no
cacha na pero igual me la engrupo.
Filisteo: Por favor no sea ridículo. ¿Oiga,
y puedo saber quién fue el que dejó ese libro
acá? No es mío. En todo caso es una mierda de
libro; se lo regalo.
Lunaretti: ¿En serio?, gracias. Lo dejó una
señora harto linda que lo único que hacía
era llorar en su cama. Estuvo un día y una noche sin
dormir y como Ud no se despertaba se fue. Su nombre era Graciela.
Me miró cuando puso el libro entre sus manos y me dijo
"Filisteo es un amante de la literatura, no dude en llamarme
cuando despierte. Dejaré este libro de Rosamel, para
que tenga algo que hacer antes de que vuelva a buscarlo".
Por eso yo pensé que usted se iba a acordar, pero ni
siquiera.
Filisteo: Tiene buena memoria camillero, usted que cita a
esa mujer palabra por palabra. Yo no sé de quien me
habla...
Lunaretti: Así que la llamé, y ahora viene en
camino. Gracias por el libro, es el regalo más volado
que me han hecho, o no? Es cosa de ver el título.
Texto de Rosamel del Valle:
El bar de los acróbatas
Por ese tiempo tenía yo de visita a una visión
identificable y comunicable. Más aún, no puedo
comprender el poco o el vago interés con que me dejaba
encantar por ella ni explicarme a la vez la especie de familiaridad
con que me permitía aceptar sus seducciones, el misterio
natural de su existencia, el golpe insólito que en
otros días hubiera sido para mí como la inconfundible
aparición de un ángel. Quizás la única
explicación posible de esa displicencia, de esa audacia
o de esa irresponsabilidad sea la idea de que en tal tiempo
nada me era sobrenatural, extraordinario, de otro mundo, y
nada más porque lo visible y lo invisible se habían
apoderado de mí de tal modo que me parecía lo
más natural de la existencia oír voces, recibir
visitas ni conocidas ni invitadas o conversar con personas-objetos,
a veces más objetos que personas, y como si la vida
se hubiese transformado de pronto en lo que debía ser
o en lo que es verdaderamente. Es decir, una vez más
la inocencia, la pura inocencia de la cual todos tratan de
desprenderse y que para muchos no es sino la noche o la muerte.
Mas todo parece ser identificado o resuelto, al fin. Así,
por entonces mi ser total parecía poseído por
una idea fija: la de que todo nacía, surgía
y venía del hechizo cierto que ejercía su imperio
sobre mí y que no era sino el aire hipnótico
del Bar de los Acróbatas. Había ahí un
demonio alado parecido a una mujer y cuyas alas le salían
de la boca para reinventar el mundo desde el trapecio. Oh,
ese acto superior y de tan alta jerarquía como el de
una visión en visita permanente. Pero, para ser sincero
y para no alterar el orden o el desorden de mis contradicciones
de entonces, no era reinando en su mundo aéreo donde
yo la veía en su verdadera majestad sino distribuyendo
silencio a manos llenas junto a sus amigos en uno de los rincones
del bar. Esa idea se me impuso a cualquier otra debido sin
duda a esa inseguridad cierta en que yo la veía en
el aire de su propia vida y tan diferente a la seguridad y
al dominio de sus nervios y su espíritu de que parecía
hacer alarde en el trapecio. Su cuerpo mismo, dispensador
de grandes fantasías para la mente pronta a dejarse
atrapar de la multitud, era para mí más flexible
y luminoso en aquel cielo sin colores del bar. Ahora en cuanto
a su belleza nunca me pareció estar en mayor contradicción
con los espectadores del circo que cuando se le veía
nadar en el aire y tanto porque ella no hacía nada
por retribuir ni en mínima parte la pasión anhelante
y desbordada de quienes la contemplaban pasar de un mundo
a otro entre las argollas del trapecio, como porque yo estaba
absolutamente seguro de que ese acto era para ella como asomarse
a la ventana a mirar pasar los pájaros mientras su
cuerpo permanecía de hierro al recibir las flechas
no poco envenenadas de deseo de los espectadores. Nada de
eso sucedía en su cielo privado. Ahí su cuerpo
era para mí un oleaje soberbio y su inseguridad ante
la vida una playa a la que ella no quería llegar porque
ahí el mundo perdía por completo su razón
de ser y ella misma no sería ya sino el resto flotante
de un naufragio. ¿Ideas? Quizás. Lo cierto es
que yo iba a verla al circo, a su vida pública, y la
seguía luego al bar, a su muerte privada. Precisamente
era su disolución mágica, su muerte sonriente,
lo que empecé a amar en ella con una fuerza irresistible.
No contaba ya las horas ni las noches para regocijarme en
ese amor, para otros sin color ni calor, pero para mí
más placentero que cualquier otro amor y tan dentro
del orden de mis visiones aunque la única realidad
que ella se dignaba obsequiarme era la flor de su silencio,
una flor marchita que un garzón invisible ponía
indefectiblemente sobre la mesa poco después que ella
se marchaba a su tercer mundo. Con ese don yo recuperaba mi
vida por completo y recibía la fuerza necesaria para
volver a ser, a la noche siguiente, el admirador desapasionado
y, como ella, seguro de mis habilidades del todo diferentes
a las suyas, pero de cuya constancia y progreso me parecía
depender el equilibrio y la seguridad de su pensamiento. Cuando
aquello terminó, si es que algo termina alguna vez,
sentí que ella no sólo me había hecho
traspaso de su habilidad y su silencio sino a la vez del oleaje
de su mar vestido de león, de su playa petrificada
y hasta de su destino total. Como nunca supe su nombre, la
estuve recordando por largo tiempo con el que suelo llamar
a personas o cosas que atravesaron para siempre el reino al
cual no hago más que encaminarme pero al que nunca
llego a pesar del deseo y la avaricia con que lo persigo a
través de todos los resplandores terrestres.
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